LA BERNARDINA*

Tenía diecisiete años la última vez que la silueta de la Bernardina se recortó sobre el cielo de Punta Paloma. Corría el año 1928, y para entonces, la joven Bernardina ya sabía que su padre había encontrado trabajo en Madrid y toda la familia se trasladaría a un lugar que tenía una torre, según le habían contado.

Por última vez, aquella tarde trató de divisar los cardúmenes de atunes que, ciñendo la costa, buscando los bajos fondos, evitaban los ataques de las orcas… solo para caer en los laberintos de redes que tendían los pescadores.

Durante toda su vida en tierras gaditanas, a Bernardina le habían encantado aquellos sabores de pescados que se asemejaban a las carnes, esos guisos melosos y llenos de sustancia, especialmente los de la pequeña taberna del puerto de Barbate a la que a solía acudir con su tío, uno de los capitanes de la Almadraba del pueblo.

Historia restaurante atún rojo La Bernardina Torrelodones

Muchos años más tarde, sentada a los pies de la Torre de los Lodones, la Bernardina recordaba las sensaciones de aquellas tardes soleadas bajo el faro Trafalgar.

A su cabeza volvía aquella única vez que pudo ir con su tío Serafín a ver la “levantá”, ese momento en que las redes se achican, el agua hierve de peces gigantes, los hombres se lanzan a la espuma, (los árabes que lo inventaron llamaban a ese momento Almadrába: “lugar donde se golpea”) y levantan los atunes para cargarlos en las barcazas.

Siempre se sintió atraída por esa violencia y esa belleza, esa lucha de los hombres de los que dependía la vida de su pueblo, y la fuerza bruta y resplandeciente de los atunes, a veces plata, a veces azul casi negro. También le interesó siempre el llamado Arte del Ronqueo. Delante de sus ojos, y a manos de dos hombres armados de cuchillos, hachas y ganchos, un animal de 200 kg desaparecía en unos pocos minutos, almacenado en la bodega, en trozos perfectamente definidos y enterrados en hielo, mientras gaviotas sobreexcitadas se disputaban unos mínimos despojos tirados por la borda.

Bernardina no volvió más al Sur. Viajó a Torrelodones, siguiendo a su familia, y finalmente recaló en la casita de la Calle Real hasta su fallecimiento. Pero no pasó un día de su vida sin que aquellos mágicos días de su juventud llamaran a la puerta de sus recuerdos.

Recuerdos que avivaba con recetas que contenían toda la esencia de esos paisajes que son puro sabor. El sabor inconfundible del mar, el sol y el atún rojo de almadraba.

*Historia novelada y de ficción